—¿Has pensado que necesitas una secretaria en la agencia? –comentó mi madre en el bar mientras celebrábamos mi graduación con unas cervezas heladas y unas raciones variadas.
—¡Se ha puesto colorado! –gritó mi hermana.
Era cierto, mi rostro había enrojecido al escuchar el comentario de mamá. El calor sanguíneo había aflorado en mi cara. Toqué con mi mano la cara y estaba caliente. Intenté disimular.
—Tendrás que acostumbrarte a tener una subordinada. Te servirá de unidad de choque. Será un parapeto ante tus futuros clientes cuando llegan acalorados en busca de soluciones para sus problemas. Una mujer siempre suaviza el primer diálogo, los hombres son más agresivos. Te lo digo por experiencia –puntualizó mi padre acostumbrado a tener secretaria.
La tía Carmen y mi tío Jesús reían al verme acalorado. El pequeño Juanito reía también sin saber por qué. Según la tita, su hijo era muy listo, pero no tanto como yo. Sin saber sus notas le califiqué de notable.
—¿Qué me aconsejáis?
—Inserta un artículo en la prensa y tendrás respuestas inmediatas.
—Es mejor Internet, puedes hacer la la selección sin moverte de casa.
Pide currículum y foto y promete contestar a todas las solicitudes, aunque después no lo hagas –dijo la tita guiñando un ojo a su marido.
—Cogeré Internet, además de ser más rápido es gritis.
—Puedes ponerlo en una red social.
—Ni se te ocurra, tu correo quedaría colapsado en menos de una hora –comentó mi tía dejando a mi hermana con la miel en los labios por su erróneo comentario.
—Si quieres, puedo poner el anuncio por ti.
—Te lo agradezco tito, confío que hagas una pequeña obra de arte. Colócalo en la sección de trabajo.
—Esta noche lo colocaré en la red, mañana es sábado y no tengo que madrugar.
Pedro, el dueño del bar, había captado parte de nuestra conversación.
—¡Cuenta con un cliente! –exclamó en voz alta a diez metros de distancia.
—Si piensas divorciarte de tu mujer, no pienso participar en la pantomima.
—¡Gracias Peto! –exclamó Marina volteando una sartén negra en la mano derecha en señal de desafío.
—Si tus asuntos no tienen que pasar por el juzgado, me pagarás en desayunos y helados. Los amigos son para las ocasiones.
—El que tiene un amigo tiene un tesoro –dijo mamá tocando el refranero.
—Me marcho, he quedado con mi novio en comer en casa de sus padres –comentó Lorena atusándose el pelo y bajándose la falda.
—Nosotros también nos amos, Carmen tiene que comprar algunas cosas en el híper para el fin de semana.
Mamá, que no estaba por la labor de cocinar, encargó a Pedro un pollo asado y unas albóndigas de ternera. Yo pensaba echarme una siesta de órdago. Los últimos días habían sido muy ajetreados, apenas descansé.
—“¡Enhorabuena Peto! –exclamó mi bisabuelo con esa voz de ultratumbas a la que ya estaba acostumbrado,
—“Puedes seguir hablando, pero por favor no me despiertes, estoy roto.
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