La sabana estaba inundada a consecuencia de las lluvias caídas. La mayoría de los animales de la zona se habían refugiado en la selva. Pronto, las sedientas tierras comenzaron a absorber el regalo de las nubes. Cuando el sol se apoderó del cielo, el terreno se despejó. La sabana pasó del marrón amarillento al verde intenso. Las semillas, enterradas durante un año, habían germinado, aprovechando los cuatro factores de la vida: tierra para sujetarse, agua para alimentarse, aire para respirar y la luz del sol para desarrollarse.
Existía una charca que no se secaba nunca, debía tener un pequeño manantial en el subsuelo que la mantenía siempre con agua, como ocurre en los oasis. La exuberante vegetación propiciaba la vida de los animales herbívoros. Una colonia de monos chillones vivía en la arboleda cercana a la charca. Pasaban el día ejecutando números circenses, pocas veces bajaban a tierra. Parte del día lo pasaban acicalándose. El despiojo era considerado como un acto social. “Tu me lo haces a mí y después yo te lo hago a ti”
Una manada de elefantes vivía en la zona. Mamá elefanta, con más de veinte meses de gestación, estaba a punto de parir.
—¿Qué nombre le pondremos a nuestro hijo?—preguntó al elefante.
—Como va a nacer junto a una colonia de monos, le pondremos “Monito”
Una semana después nació Monito. Pesó al nacer ciento veinte kilos. Seis meses después, alcanzó los trescientos kilos y después llegó a los setecientos. Nuestro protagonista pasaba el día jugando con los monos. Cargaba agua en su trompa y mojaba a los distraídos.
Un buen día, apareció por allí una gran serpiente de cien kilos de peso. Parecía silbar cada vez que sacaba su lengua para atrapar olores. El silbo era interpretado por los monos como una señal de peligro. Desde lo alto, un loro multicolor y amigo de la serpiente le indicaba el camino a seguir.
—¡Cuidado amiga que viene Monito! –gritó el loro mientras volaba.
La serpiente reía las palabras del loro, creyendo que se refería a un mono pequeño. De pronto apareció Monito y aplastó a la serpiente con sus siete toneladas. Tres días tardó la serpiente en llegar dolorida a su madriguera.
—¡Te lo advertí! Eso te ha pasado por no hacerme caso. Eres una presumida, espero que hayas aprendido la lección.
—¡Maldito elefante! ¡Maldito loro! –murmuraba con una voz apagada por el dolor.
Cuando se enteraron las hienas de lo ocurrido, comenzaron a reír. Después de muchos años, cada vez que recuerdan el hecho, continúan riéndose.
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