—¡Cámbiate, tu turno ha terminado!
Con el pequeño tesoro en su bolsillo y una fiambrera en una bolsa, salió del bar.
—Te espero a las ocho.
—Aquí estaré.
—¿Qué tienes tú que ver con esa chica? –me preguntó Regina.
En vez de contestar, saqué el móvil del bolsillo de la camisa y abrí mi correo.
—Lee.
Terminada la lectura, me mió pidiendo una explicación.
—Lo he recibido esta mañana a las siete y cuarto.
—En vez de Peto deberías llamarte Ángel.
Era lo mismo que iba pensando Vera camino de casa.
—¿De dónde has sacado ese monumento? –preguntó mamá cuando regresé pasadas las tres y treinta.
—¿Tan guapa es? –preguntó mi hermana.
Abrí el ordenador y proyecté en la pantalla la foto de Vera. Las dos se acercaron para verla más de cerca, aunque mamá ya la conocía en persona. Aproveche el momento y saqué su correo.
—Podéis leer.
Leyeron.
—Tienes mi consentimiento para salir con ella.
—Pero mamá, tu Peto es ya mayorcito para decidir por si solo.
—Cuéntame algo de ella.
—Hoy llevaba la ropa interior celeste..
—¡Picarón!
A continuación me fui a sestear.
Asomado al balcón contemplé la llegada de Vera al bar. Sentí en mi corazón el ruido de sus tacones besando el suelo. Diez minutos después, con su uniforme negro, salió a recoger unas mesas; ya llevaba la nueva camiseta. La bandeja no era lo suyo, era incapaz de colocar más de cuatro vaso guardando el equilibrio, por eso, sujetaba la bandeja con las dos manos. Poco a poco se acostumbrará, pensé.
Varias familias se sentaron con sus hijos para hacer una merienda cena a base de pizzas y hamburguesas. Hasta la diez no pensaba bajar al bar. Mandé un correo a Isabel.
“Mañana domingo te espero a las doce en el bar de mi barriada. Considéralo una entrevista de trabajo” Debajo escribí la dirección del bar.
Paulatinamente la terraza fue llenándose de clientes. El ir y venir de la rubia camarera vestida de negro, destacaba entre la maraña de sillas y mesas blancas. Sobre las diez bajaré y le daré mi número de móvil. Era una buena excusa para volver a estar cerca de ella. Aproveché que estaba en la cocina para entrar en el bar, colocarme al final de la barra, apoyar mi espalda en la pared y abrir el periódico.
—¿Te sirvo algo?
—Un helado de tres bolas.
—¿Has leído lo de la lotería? Está en el margen de la derecha.
Siguiendo las indicaciones de Pedro, leí el artículo. Iba destinado a los videntes.”El pasado sábado o domingo, extravié un décimo de lotería premiado con trescientos mil euros. Ya he puesto la casa boca abajo sin encontrarlo. Necesito una pista para su localización. La recompensa es del 5%.
—¡Son quince mil euros! Exclamé en voz baja.
—¡Qué! ¿Te atreverás?
—Eso es pan comido, aunque no me fio del pago. Será mejor que averigüe su domicilio. Me personaré con un contrato para que lo firme y cumpla lo pactado. Si no firma, no hay trato. Las hipotecas se pagan con dinero no con palabras. Mi bisabuelo se puso en marcha. Minutos después, recibí la información. Saqué mi libreta y apunté los datos recibidos.
—Puedes llevarte a Vera, el lunes descansa y te servirá de testigo.
—¡Buena idea! Antes, concertaré una cita por teléfono. Con tu permiso voy a recortar el anuncio.
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