Fue un veterano clown del Circo del Sol, David Shiner, quien ideó el espectáculo Kooza, estrenado en 2007 en Montreal, como una reivindicación de la vieja tradición circense. La propia compañía canadiense encontró a su vez en la propuesta el mecanismo perfecto para promocionar una supuesta vuelta a los orígenes, estrategia que, en general, suele excitar el interés del público cuando de instituciones como el Cirque du Soleil se trata. Y, ciertamente, Kooza, que tuvo este jueves su preestreno en Málaga, donde se han programado nada menos que cuarenta funciones hasta el 13 de octubre, responde a la perfección a esta premisa: de entrada, la carpa que recibe a los espectadores en el Cortijo de Torres luce los tonos azules y amarillos que distinguieron a la primera carpa de la compañía, lo que funciona como invitación antes de que se apaguen las luces a una inmersión en las mismas raíces del Circo del Sol.
Ya una vez en materia, la factura revelada es ciertamente distinta a montajes anteriormente vistos en Málaga como el Tótem de Robert Lepage, donde el despliegue tecnológico aplicado en la puesta en escena alcanzaba cimas hipnóticas; en comparación, Kooza llega a resultar casi artesanal en su renuncia a determinados alardes para conceder el protagonismo exclusivo al número. La jugada sale más que bien, eso sí, en la medida en que el asombro y la fascinación son las mismas, no tanto a través de los fuegos artificiales sino de la humanidad y carnalidad de los artistas, con los que cabe abrazar una conexión directa. Eso sí, lo de la vuelta a los orígenes del Circo del Sol conviene tomarlo con prudencia: como era de esperar, la agrupación no renuncia a un ápice de la solvencia adquirida durante décadas ni al marchamo de excelencia que cabe esperar de la marca. Todo se da a raudales y en abundancia.
EL CIRCO DEL SOL PROPONE UNA NUEVA A SUS ORÍGENES, PERO SIN RENUNCIAR A UN ÁPICE DE LA SOLVENCIA ATESORADA DURANTE DÉCADAS
Kooza se resuelve así, esencialmente, a partir de dos argumentos fundamentales: los clowns y los acróbatas, al cabo las herramientas más efectivas y razonables para recrear la esencia tradicional del circo (descartados, por supuesto, los animales). Los primeros, como es habitual, contienen algunos de los valores más reveladores del espectáculo, con especial habilidad a la hora de abrir huecos y aportar el oxígeno al montaje, con una impagable capacidad de hacer reír y de meterse al respetable en el bolsillo (y en más sitios, aunque no es cuestión de aguar aquí ninguna sorpresa).
Son además dos payasos los que trenzan el hilo conductor de la obra a través de dos personajes, el Bromista, maestro de ceremonias cuyas intenciones no son siempre las mejores, y el Inocente, encarnación de la infancia que se aproxima a la realidad entre el temor y la curiosidad. Kooza se arrima al relato iniciático a la manera de Alicia en el País de las Maravillas, y funciona mejor cuanto menos previsible se presenta. La danza, con el impresionante baile de los esqueletos, y la fabulosa música en directo, añaden poderosos ingredientes a esta disposición inclinada a la mejor comedia.
El apartado de acrobacias atesora esencias singularmente orientales con propuestas como la de los Charivari, que con trampolines, pértigas y otros elementos desnudos remiten con eficacia a la naturalidad de las hechuras más antiguas, señeras y domésticas del circo, sin que decaiga el asombro. Con igual intención respiran los números de contorsionismo, monociclos, zancos y aros aéreos, de ejecución perfecta (claro) y bien calibrados en la regla del más difícil todavía. Las palabras mayores llegan, sin embargo, con la Rueda de la muerte, el cacharro infernal de una tonelada de peso que hacen girar a toda velocidad dos acróbatas alucinantes, y la Doble cuerda floja, el no va más del funambulismo de la mano de un cuarteto que incluye a los inefables hermanos Quirós: aquí, ciertamente, no hay más remedio que percibir cómo el corazón sube a la boca ante la impresión certera de que el personal se está jugando la vida. Seguir mirando hasta el final sólo corresponde a los valientes. Pero sí, el resultado de todo esto es puro circo.
Fotografía: Lorenzo Carnero.
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