Cerca de casa había un bar, habíamos visto las luces desde el balcón la noche anterior.
—¡Os invito a desayunar! –exclamó papá a eso de las nueve de la mañana.
Un olor a masa frita impregnaba el bar. Un cliente tomaba una buena taza de chocolate humeante y a mí se me antojó. Hacía tiempo que no lo probaba.
—¿Qué va a ser: churros o porras? –preguntó el dueño.
—Ponga de los dos y cada uno se sirva lo que quiera, y chocolate para los cuatro.
—Me llamo Pedro, mi esposa Marina y ese señor que entra es el director del colegio. Supongo que son nuevos en la barriada y sus hijos tendrán que ir al colegio, os presentaré.
Siete días después comenzaron las clases. Yo fui a segundo con la señorita Carmen y mi hermana a primero. Mi señorita tenía una costumbre: el primer día de clase preguntaba a los niños que querían ser de mayor. Las respuestas fueron variopintas: cocinero, peluquera, azafata de congreso, profesora, antropóloga…, un repipi llamado Luis dijo que quería ser general: todos nos reímos de su comentario. Cuando me tocó el turno dije que quería ser detective. La clase quedó en silencio ante tal sugerencia. A continuación nos mandó leer uno por uno. Cuando me tocó el turno, hice una lectura fluida, dando énfasis a las frases con signos de admiración e interrogación. La señorita Carmen quedó sin habla como si el gato le hubiera comido la lengua. Instantes después comenzaba el interrogatorio.
—¿Cuántos libros leíste el curso pasado?
Tras meditar un poco la respuesta respondí. —¡No menos de treinta!
—De todos los leídos elige uno y háblanos de él.
—Las aventuras de Sherlock Holmes. Es la historia de un detective muy peculiar que ayuda a la policía londinense a resolver casos difíciles. Su ayudante el doctor Watson, le acompaña a todas partes. A través de la observación, de la deducción y de sus conocimientos de química no hay caso que se le resista.
Una semana después nos pasaron una prueba de velocidad y comprensión lectora. Una profesora del equipo de orientación vino a pasarla. La prueba consistía en leer un texto en silencio. Cuando lo terminabas, levantabas una mano y contestabas por escrito a unas preguntas que venían en el reverso de una hoja. Leí más de quinientas palabras por minuto con una comprensión del cien por cien. Durante una semana fui la comidilla de los profesores. Me pude informar que en sexto había una niña que leía trescientas palabras por minuto.
Días después, el general de pacotilla se me acercó a la hora del recreo.
—¿Dónde se encuentra el canario que se escapó ayer de la jaula de mi padre mientras le cambiaba el agua del bebedero? El monedero de mamá, ¿lo ha perdido o se lo han robado?
En ese momento me acordé del bisabuelo y rememoré una frase, “el pasado no tiene secretos para mí” y lo perdido pertenecía al pasado. Esta noche consultaré a mi pariente, pensé.
—Mañana tendrás las respuestas a tus preguntas.
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