Estaba aburrido sin saber que hacer. Por eso, conecté el ordenador y encontré un e—mail de mi amigo el policía. ¡Caso a la vista!, pensé. Antes de abrir mi correo.
Efectivamente, Pablo necesitaba ayuda. En su distrito habían aumentado considerablemente la entrada de drogas. Se vigilaban las calles día y noche sin encontrar a los distribuidores, incluso habían desaparecido los camellos habituales. Pablo sabía que era un barrio conflictivo, pero controlado. Sin embargo, ahora se estaba convirtiendo en una bomba de relojería. En poco más de quince días tres personas habían muerto de sobredosis. La media del año se igualó en un mes. Había que hacer algo para evitarlo. Desestimé la idea de investigar por mi cuenta, engendraba mucho peligro. Pediría ayuda a mi bisabuelo.
Aquella noche invoqué al espíritu de mi pariente. Apareció al instante.
—“¿Cómo te va Peto? –preguntó mi antepasado con esa voz de ultratumba que tanto me impresionó la primera vez que la escuché, mientras dormía plácidamente en mi cama con el diccionario debajo de la almohada. Cualquiera se hubiera asustado al escucharla, sonaba a hueca; como si viniera de las mazmorras de un antiguo castillo medieval.
—“Bien!” –respondí escuetamente sin ahondar en la respuesta.
A continuación expuse el caso de Pablo que me traía por la calle de la amargura, sin saber por donde hincarle el diente.
—“No encontramos nada en nuetra ronda nocturna” –relató el bisabuelo con voz ahuecada después de varias horas de investigación.
—“Tendréis que vigilar de día. Esos traficantes siempre están ideando métodos nuevos para despistar a la policía y colocar su mercancía—insinué —.”Podéis empezar por los domicilios de los últimos fallecidos y retroceder hasta el día que recibieron la droga.
—“Me tendrás que prestar a Rex, hará la ronda con mis colaboradores, su fino olfato nos puede ayudar” –comentó después de cinco días en blanco.
Una semana estuve sin mi perro. Cuando me disponía a dormir, desapreció, me dio un empujoncito y se acostó en la alfombra junto a mis zapatos. El caso estaba resuelto, lo presentía; pronto lo averiguaría.
—“Petoooo” –gritó mi bisabuelo en el interior de mi oído al poco de dormirme.
—“Ya sé que lo habéis solucionado, el perro ha regresado después de cumplir su misión. No me dejes en la incertidumbre y desembucha—“
—“Gracias a su fino olfato pudimos solucionar el caso. El método era sencillo e ingenioso, ahora que el caso está resuelto, pero entrañaba mucha dificultad encontrar la primera pista para desmadejar la madeja”
—“No te enrolles, ahorra palabras y vete al grano”
—“La clave estaba en el cartero, pero no en el verdadero, sino en su sustituto. Al verdadro le amenazaron con matar a su familia si no colaboraba. Todos los días recogía la correspondencia en las oficinas y, en una casa alquilada por los traficantes, prestaba su ropa a otro repartidor. Allí permanecía oculto hasta que el otro no regresaba después de efectuar el reparto. El sustituto metía los sobres cerrados con la droga dentro de la cartera del funcionario, se encasquetaba la gorra y hacía el reparto con toda tranquilidad. ¿Quién iba a sospechar de un funcionario público?. Cuando los yonquis recibían la mercancía, metían el dinero en sobres y el falso cartero los guardaba en su cartera de repartos”.
A continuación me dio los detalle de la operación. Por la mañana llamé a Pablo y le conté la resolución del caso.
Una semana después, los medios de comunicación dieron la noticia. “Desarticulada una red de narcotráfico en nuestra ciudad, han sido detenidas veinte personas” Desde aquel día los carteros no utilizarían gorras.
El alcalde me entregó una medalla en su propio despacho y a Pablo le ascendieron a inspector.
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