A las cinco, mamá esperaba en la puerta del colegio. Nos habían dado las vacaciones de Navidad y hacía un frío horrible; el termómetro exterior del colegio, marcaba 2º bajo cero, pero la sensación térmica era de 2 o 3 grados más
—¿Qué te parece? –preguntó mamá mirando al cielo.
—Si cambia un poco el viento, nevará seguro.
Mientras hablábamos, apareció mi hermana con la tita Carmen. Las dos venían con la bufanda liada al cuello tapándose la boca.
—Aurora, ¿cuándo os marcháis?
—Mañana a las diez, pero debemos estar una hora antes para facturar.
Hacía tanto frío, que la tita nos acercó a casa en su auto con la calefacción a tope.
—Tráeme algo del norte –comentó la tita al bajarme del coche.
—¿Cómo qué?
—Un queso de Idiazábal. A tu tío Jesús le encanta.
Encima del aparador estaba los cuatro billetes de avión. Nos los había mandado Ignacio por mensajería, por culpa del mal tiempo no nos mandó el coche. Saqué mi libreta y anoté el nombre del queso.
El viaje duró cuarenta minutos mal contados. En la terminal esperaba Patxi, el conductor de Ignacio. Pronto se hizo cargo del equipaje y emprendimos la marcha rumbo al caserío en el “mercedes” recuperado.
—Aquí hace menos frío que en la capital –afirmó papá para romper el hielo.
Patxi ni se coscó, era parco en palabras y sólo hablaba lo preciso. Fui yo el que le tiró de la lengua, por eso me había sentado a su lado..
—¿Queda lejos la vivienda?
—Cualquier día tardaríamos treinta minutos, pero hoy tardaremos un poco más.
—¿Por qué? –preguntó Lorena que esta vez si estaba metida en la conversación.
—Tenemos que parar en la gasolinera para poner las cadenas, el último tramo está nevado y la carretera es peligrosa.
—¡Ah! –exclamó mi hermana abriendo la boca como una pánfila.
Mientras ponía las cadenas vimos pasar a varias quitanieves en ambas direcciones.
—¿Cuándo nevó? –pregunté sacando la cabeza por la ventanilla.
—Anoche, fue una nevada de órdago.
En ese momento comenzaron a caer nos tímidos copos de nieve, que al chocar con los cristales del coche resbalaban por culpa de la temperatura interior.
El resto del viaje lo realizamos bajo una cortina de nieve. Los limpiaparabrisas estuvieron trabajando a destajo.
—¡Ya hemos llegado! –exclamó Patxi, adentrándose por un camino a la derecha y abriendo una cancela de hierro con un mando a distancia que guardaba en un bolsillo de su chaqueta.
Efectivamente, a unos doscientos metros, en la ladera de una pequeña montaña, un hermoso caserío esperaba. Era grandísimo, parecía un hotel con dos plantas más la buhardilla. Los tejados tenían forma de uve invertida con bastante inclinación. Estaban recubiertos de pizarra, así, la nieve nunca se acumularía encima, resbalaría hacia los laterales. La familia de Jésica al completo esperaba bajo el dintel de la entrada, protegiéndose de la nevada. ¿Cómo se habrán enterado de nuestra llegada? –pensé.
Patxi disipó mis dudas adivinando mi pensamiento.
—Al abrir la cancela se enciende una luz en el cuarto de seguridad de la casa.
Varios empleados se hicieron cargo del equipaje mientras saludábamos a los anfitriones..
Más que una casa parecían dos, tres o cuatro. Tenía tres tejados y el del centro era grandísimo.
—¿Cuántas habitaciones tiene la casa?
Una vez conté veinte dormitorios y ocho cuartos de baño, pero hay muchas más
—¡Parece un hotel!
—acertaste, hace años fue un hotel. Lo más asombroso está debajo –dijo Ignacio.
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