Nueve mil días, a cien espíritus diarios, hacen la despreciable cifra de novecientos mil espíritus. Los mismos que movilizó mi pariente para desentrañar el misterio de las pirámides. No lo hizo de sopetón, lo hizo recreándose y disfrutando de sus vacaciones.
—“Tengo la eternidad por delante” –contestó irónicamente
—“Pero yo, ¡no! –respondí en calidad de mortal.
—“Hasta ahora llevamos contabilizados los diez años más aburridos de mi vida de espíritu. La estatuilla no se movió del despacho. Gracias a las anécdotas que cuento de ti, el consejo de ancianos no se aburre. Cuando llegan los investigadores con la misma cantinela, no les hacemos ni caso. ¡Ah!, otra vez apareció el faraón buscando un escarabajo sagrado. Le mandamos al desierto a freír espárragos”.
—“Años después, el comisario se jubiló llevándose la estatuilla a su barco. Estuvo dos años en la isla de Chipre y Creta. A su regreso a Port Said, vendió su barco. A uno de sus hijos se le antojó la estatuilla. Al cogerla, observó en la base la etiqueta del vendedor.
—¡Devuélvela!, pero debe poner un cartel de vendida, no se puede revender.
—“La tienda de Abdul Suleimán estaba regentado por su hijo Alí, que fue el que envolvió los regalos. En sitio bien visible del escaparate, colocó las pirámides con una nota que decía: “vendida a dos extranjeros hace quince años”. Por extrañas circunstancia le sirvió de publicidad. Desde entonces, las ventas aumentaron un veinticinco por cien en los últimos diez años. Resumiendo, la estatuilla continua en la tienda esperando que la reclame su dueño. Aquí termina la historia. Eso es todo Petooo.”
Tal como me lo conto mi bisabuelo se lo conté a don Ulpiano en el bar de Pedro.
—¿Entonces la podemos reclamar? –preguntó inocentemente.
—¿Pero cómo? –dijo Lucía.
—Esas dos mismas preguntas se las había yo formulado a mi bisabuelo, dándome las respuestas. Me empavoné aconsejando al matrimonio.
—Si yo fuera el propietario del souvenir, iría a la embajada egipcia aquí en la capital para hablar con el embajador. Llevaría una foto de ustedes de su luna de miel de las que se hicieron en el Cairo. Además, en calidad de comisario encargaría un diploma dando las gracias por su honradez a la tienda de Alí, creo que se lo merece. No olvide el sello de la comisaría, dará mucho prestigio al establecimiento.
—Tú te encargarás de todo –comunicó el comisario a su subordinado.
Se marcharon cuchicheando en dirección a su automóvil. ¿Iban contentos!, lo noté cuando cambiaron el paso. Pasaron de un andar cansino a uno ligero, como si tuvieran prisas. Parecían dos chiquillos.
—Ahora me ha pasado a mí la patata caliente –insinuó Pablo.
—Tú prepara la documentación y el próximo sábado te acompaño a la embajada. Tengo ilusión de ver como es una embajada por dentro.
Tuvimos suerte a los nueve días, la estatuilla llegó por valija diplomática.. Junto a la cajita venía una carta escrita en árabe.. El mismo embajador nos la tradujo. Hacía hincapié en la suerte que ejercía y le daba las gracias al comisario por el diploma de honradez concedido a la tienda. Prometía tenerlo siempre en el escaparate. Era como un certificado de calidad, pero escrito en español.
Convencí a don Ulpiano para que me concediera un certificado de calidad por los servicios prestados. Cuando recibieron la estatuilla, pedí que me la prestaran porque todavía no la había tenido en mis manos. Sentí escalofríos y la historia de Egipto pasó por mi mente como un meteorito.
A veces me siento molesto, como si me observaran millones de ojos por todas partes, otras veces me agrada la sensación de ser observado por entes que nunca se materializarán. Según mi pariente, eso ocurre los cinco primeros años y yo los dominé en el primero.
En el siguiente capítulo hablaré de mí como adulto.
Deja una respuesta