A los genios de la tragedia y el dramatismo. Horacio Quiroga y Federico García Lorca
Viene la muerte agonizando en los rincones
con danza pétrea de las rocas de otros tiempos;
hunde un puñal de plata sin contemplaciones
en los sentidos de un poeta medio muerto.
Llora la sangre por su pecho; nacen flores:
viola odorata de putrefacción y vientosa
que van rajando la piel y sus interiores
dejando al genio siendo solo polvo y huesos.
Viene la luna hipnotizada de canciones
para llevarse de la mano al rey del cuento
y hacerle preso de los más fieles horrores
que ya un día escribió él en otros universos.
Tocan a muerte las campanas; ya se esconde
ese alma errante de penuria y sufrimiento;
la pena negra lo ha encontrado; un duro golpe
ha derribado las entrañas de su cuerpo.
La Selva gime recordando allá en Misiones
la parsimonia de aquel fiel autor sangriento,
que amó la tierra casi como vio dolores
y abrió semillas en el corazón del sueño.
Oigo a Quiroga por el aire; oigo mi nombre
me está llamando, junto a Lorca, y yo me acerco;
yace enterrado ante mis ojos. No responde;
se va la luna, nace el sol y me despierto.
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