—¿Qué averiguaste? –preguntó Lucía antes de que me sentara, mientras Pablo saboreaba una copa de coñac y don Ulpiano atacaba el segundo descafeinado con sacarina.
La figurita está en paradero desconocido –respondí a la pregunta de Lucía.
Vi decepción en sus rostros, por un instante me consideraron un cantamañanas. Intentaría anular sus pensamientos adornando la historia de mi pariente.
—Nada más atracar en Port Said, varios autocares les esperaban para transportarles a El Cairo. El viaje duró dos horas. Pararon en el barrio Copto, donde admiraron las edificaciones romanas del Viejo Cairo. El grupo se disgregó, hasta el atardecer no debían regresar al barco. Ustedes se perdieron por sus callejuelas. Atraídos por un fuerte olor a especias penetraron en un callejón y pudieron contemplar varias docenas de saquitos blancos donde mujeres cairotas compraban especias para sus hogares. A su mujer se le antojó un pañuelo de seda que colgaba en el exterior de una de las muchas tiendas, costaba trescientas piastras (un dólar). Entraron y compraron dos. Mientras se los guardaban en sendas cajitas, cogieron del expositor una tira de postales, y de la estantería un pequeño reloj de arena dorada del desierto del Sinaí y la estatuilla. Lo de la placa fue una sugerencia de su señora para inmortalizar la visita. ¿Voy en buena dirección? –pregunté al matrimonio mientras me tomaba un buen sorbo de un cola cao templadito.
Pablo, como buen policía, observaba a su jefe, esperando su reacción. Ulpiano, a su vez, permanecía impertérrito, parecía una roca, por su interior pasaban vertiginosamente los recuerdos de su luna de miel. Fue su mujer la que reaccionó poniéndome a prueba.
—Tú que lo sabes todo, ¿cuánto pagó mi marido en el bazar?
Sabía la cantidad, pero demoré la respuesta quedándome pensativo.
—Su marido no pagó ni un “ochavo” por la compra.
—Entonces…, nos marchamos sin pagar.
—Ni hablar del peluquín. Su marido no pagó porque la que pagó fue usted, y lo hizo con dos billetes de cinco dólares, unas tres mil piastras.
Los billetes llevaba el rostro del presidente Abraham Lincoln. A Peto no se le engaña tan fácilmente. Y si quiere que termine el relato no me interrumpa, ya concluyo.
Terminé mi desayuno y continué.
Mientras el dueño del bazar se metió en para hacer la grabación en la placa de plata le llamaron por teléfono y se entretuvo más de la cuenta.. Mientras ustedes recorrían por segunda vez la tienda observando las estanterías, un empleado envolvió las cajitas sin percatarse que una iba vacía. Cuando el dueño salió con la figurita de las pirámides y la placa de plata, ya se habían marchado con la compra. Les esperó todo el día por si volvían. Al día siguiente entregó el souvenir en la comisaría más cercana dando la descripción de los compradores. El comisario la dejó encima de la mesa de su despacho como pisapapeles. Eso es todo.
—Me dejas de piedra. Ni yo, habiéndolo vivido, hubiera dado tantos detalles de la compra. Los hechos transcurrieron tal como los has descrito. ¿Cómo lo haces?
Iba a contestar con lo de siempre, pero no lo hice.
—Tengo mis contactos en la red y muchos son videntes –respondí para salir airoso, y a la semana que viene, volveremos al segundo capítulo de la fascinante historia de las tres pirámides.
—Yo diría de la rocambolesca historia de las pirámides –comentó Pablo que había estado callado hasta ahora.
—Después de veinticinco años que más da una semana más –soltó Lucía.
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