La llamada de hoy era diferente, era por una gata absolutamente sana y cariñosa.
—¿Doctor? Soy Tina.
—Sí, Tina, dime, ¿qué sucede?
—Es por Myka, debes darle una inyección, no la puedo tener más. Tú sabes que tenemos una bebé de apenas unos meses, ¿verdad? Pues Hans, mi marido, no acepta que la gata se meta en la cuna de la niña. Yo trato de evitar eso, pero en el primer descuido, ya está la gata durmiendo con la bebé. Hans la castiga y hasta la maltrata. ¡No puedo verlo!
—Tina, ningún veterinario va a aceptar un pedido así de ningún cliente. Yo tampoco. Dime, el cuarto de la niña tiene puerta, ¿verdad? Pues busca que la gata esté en una habitación y la niña en otra.
—Lo intentaré.
Un mes después, sonó el teléfono, y más fuerte que de costumbre. Los teléfonos de los veterinarios deben tener una capacidad excepcional para detectar urgencias y sonar más fuerte a veces.
—Doc, perdona que insista, pero no hemos parado de pelearnos todo el mes, no aguanto más, debes ayudarme. Hans está como loco y cada vez que encuentra un pelo negro en la cuna, salta como el demonio. No podemos seguir así, me da mucha pena, pero tengo una niña.
—Bueno, Tina, ya iré a tu casa. ¿A qué hora puedo ir que Hans no esté? No quiero cruzarme con él. Nunca lo he visto y prefiero evitarlo. Iré dentro de una hora, ¿te parece?
—Bien, la tendré en el salón.
—Trata de tener su jaula y algo en que envolverla, pues una vez muerta la deberé llevar a incinerar.
Todos los oficios y también las profesiones tienen sus trucos y curiosidades; en mi caso, como veterinario de mascotas no sería la primera vez que tuve que engañar a sus propietarios.
Una vez en la casa, pedí una mesa para ubicar mi maleta urgente y, una vez con el escenario apropiado, le pedí:
—Tina, déjame solo con la gata, no es necesario que veas algo que te puede impresionar. Ya te llamo cuando todo haya pasado.
—Estaré en la cocina —respondió.
Al retirarse, Tina, ya casi entrando a la cocina para desaparecer, miró por última vez a su gata. Era como un gesto de respeto y despedida. Era la gata o su matrimonio, tuvo que decidir al estilo de Poncio Pilatos.
Una vez a solas con Myka, aproveché el momento para inyectarla, pero con un tranquilizante que la dejaría anestesiada, y una vez logrado el efecto, la introduje en su jaula envuelta en una mantita que había sido de ella. Dejé libre el espacio para que pudiera respirar. Su transportín era de mimbre y difícilmente se podría ver su contenido desde fuera.
Llamé a Tina, que con lágrimas en sus ojos y sin voz, simplemente me pagó, y yo, con cara de circunstancia, me despedí.
—Me hago cargo de todo —le dije, y me la llevé.
Una vez en mi casa, de a poco se iba despertando del sedante que le había aplicado y a partir de ese momento dejó de ser un problema para Tina y su bebé, mejor digamos para Tina y su esposo. Ahora tenía yo una gata nueva en mi casa, además de nuestros dos siameses, muy territoriales, que de ninguna manera aceptarían una gata, y para colmo, negra.
La primera experiencia superó todo lo que podíamos esperar. Myka ingresó a la casa y, como buena gata, al ver la escalera buscó la altura de la primera planta, el aposento de mis siameses. No pasaría ni medio minuto cuando sentimos un estruendo que no sabíamos si eran maullidos, gritos o que la estaban matando. Urgente, subo y la veo arrinconada, lomo arqueado y los pelos como si estuviera conectada a 220 voltios. Los siameses la tenían rodeada y ella optaba por gritar, pero no la habían tocado siquiera. La instalé en la barbacoa del jardín, allí estaría resguardada del frío y los siameses podrían de a poco acostumbrarse a su presencia.
A veces los animales encuentran mejores soluciones que las guerras que usamos los humanos para dirimir los problemas. Llegaron a un acuerdo: ellos eran los dueños de la casa por dentro y ella era la reina por fuera, en especial en el jardín y la barbacoa, donde se instaló definitivamente.
Como el jardinero venía cada dos semanas al mantenimiento de las plantas y el césped, él se instalaba en la barbacoa, donde dejaba su ropa y se ponía la de trabajo. El primer día, la gata se escondió al ver un extraño, pero al cabo de unas horas de escuchar el ruido de la máquina cortadora de césped, se sintió más confiada, y cuando Gatica, el jardinero, fue a cambiarse de ropa, Myka ya estaba durmiendo sobre el bulto. No tenía cuna, pero algo es algo.
La amistad con Gatica fue en aumento, ella ya le había tomado el día que venía y lo esperaba en el muro a la entrada de la casa. ¡Ese día tendría cama de lujo!
Hoy Gatica quiso hablar con nosotros. Nunca supimos su verdadero nombre, el mote se lo había puesto la gente, pues tenía gran parecido con un personaje mexicano que hacía de bandido en las películas. Aparte de sus sesenta años, sus facciones ciertamente no eran delicadas en absoluto, pero era respetuoso y trabajador y hacía su vida en solitario. Hoy, con alegría en su rostro, nos daba una noticia:
—¡Me he casado! Sí, con Elida, la panadera, y nos fuimos a vivir a mi ranchito en la costa. Es modesto, pero tenemos vista nada menos que a la playa. Quería preguntarles si la gata podría vivir con nosotros, creo que le puede gustar. Ya a nuestras edades, al no pensar en niños, nos atrae la idea de una gata.
—Mire, Gatica, usted sabe la historia de Myka, pues se la he contado. Por supuesto que puede ir con ustedes… Los siameses estarán de fiesta.
—Y ella también —nos respondió—. No sé de quién me he enamorado más, si de Elida o de la gata. Para aclarar, ¡me las llevo a las dos!
Cuando comíamos en la barbacoa, Myka era la privilegiada, pero con nobleza felina, permitía que los siameses rondaran por su territorio. Lo que los siameses nunca admitieron era que ella entrara a la casa. Ahora tendría casa para ser reina dentro y fuera.
Un lugar para cada cosa y cada cosa en su lugar. Myka tuvo su segunda oportunidad. Tina se enteraría varios años más tarde de que su gata nunca había muerto. Y nosotros recibiríamos la novedad de que esa negra gata se había hecho un lugar en la cama de ellos. Las camas tenían una magia especial para Myka.
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