—“Acude a mí cuando tengas que elegir secretaria. Mis colaboradores comprobarán el currículum de las aspirantes. La crisis hace agudizar el ingenio y a veces dan gato por liebre. Si desconoce lo del gato y la liebre, te diré, que adornan sus expedientes con cosas que no son ciertas, pero que son difíciles de demostrar”.
Me puso un ejemplo muy claro.
—“Adornan sus paredes con diplomas de cursillos de dos días a los que ni siquiera asistieron y, si lo hicieron, se pasaron el tiempo visitando museos o de juerga en bares de alterne. No había dudas, el bisabuelo tenía ganas de charlar: estaba aburrido. No me molestaba, mi subconsciente se encargaba de la conversación y de almacenar en mis neuronas los datos más relevantes.
—“Recuerdas a tu profesor de Derecho Romano? Fue el primero que te pidió ayuda en la Universidad. El pobre hombre había extraviado los exámenes de sus alumnos. Había dejado la carpeta olvidada encima de una silla en el bar donde almorzó. Cuando fue por la tarde, nadie sabía nada del asunto”.
—“Lo recuerdo. El camarero que la encontró la guardó en su taquilla y no dijo nada al dueño, no fuera que de boca en boca se aireara el asunto y saliera en la prensa.”
—“Mis colaboradores la localizaron al instante. Cuando el catedrático fue a desayunar por la mañana, el camarero del día anterior le entregó la carpeta. Dos días después, cuando entregó a los alumnos los exámenes corregidos, el tuyo llevaba escrito la palabra “Gracias”. Tus compañeros creyeron que la escribió por corregir un examen sin fallos. Ahora te dejaré soñar un rato”.
Soñé con los espíritus de mi pariente a los que tenía controlados. Aquella sensación de ser observado constantemente por ellos, estaba dominada. Mi bisabuelo auguró que tardaría cinco años en controlarlos. Yo lo hice en el primero y fui felicitado por mi pariente. Millones de espíritus vinieron a felicitarme y, para zafarme de ellos, puse mi mente en blanco. Desaparecieron al instante. Desde entonces, como buen estratega, utilizo esa táctica.
Estaba tan cansado, que empalmé la siesta con la noche. Sobre las seis de la mañana, después de catorce horas de sueño ininterrumpido, el bisabuelo volvió con su cantinela, como si fuera un toque de diana.
—“Tu tío ha colgado un anuncio tuyo en la red y ya tienes tres correos” –comentó mi pariente con ganas de despertarme.
—“Léeme el texto”
El anuncio dice lo siguiente: Si eres una chica entre diecinueve y veinticuatro años y buscas trabajo, puedes encontrar uno en el despacho de un detective. Adjuntar currículum y foto.
Después de varios bostezos consiguió espabilarme. Preparé un poco de café y abrí mi correo. Ya tenía cinco mensajes. No quise leerlos, sólo los abrí para ver las fotografías de las aspirantes. Ninguna cuadraba con el perfil imaginado. Las cinco fotos eran parecidas: caras anchas y pómulos rellenos, señal inequívoca de sobrepeso. Un cosquilleo de hambre recorrió mi estómago en esos instantes. El intestino delgado comenzaba a hacer ruido. Eran las siete de la mañana y mi cuerpo pedía comida. Desde el copioso almuerzo del día anterior no había probado bocado.
—“¿Dime si ya tiene abierto Pedro?”
—“En estos momentos Marina está preparando la masa de los churros en la amasadora.”
—“Bajaré a desayunar.”
Aconsejado por mi bisabuelo, cogí el portátil y bajé al bar.
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