— Beee, beee..
El balido de las cabras al atardecer regresando a pernoctar, resonaba en las montañas.
— Otra vez regresan con las ubres secas. ¡Seis días sin leche! Debieron comer alguna hierba extraña.
Las cabras entraron en la cueva, dirigiéndose directamente al redil en busca del calorcillo que les proporcionaba la paja seca. Fuera hacía un frío que pelaba. Faltaba un día para la Navidad.
— ¿Preguntaste a otros pastores?
— Lo hice. Sólo las nuestras están así.
— Es mala suerte, sin leche no hay quesos y no podremos ir a Belén a venderlos.
— Menos mal que la vaca no salió a pastar.
— Coloca las tablas en la entrada para que no salga el ganado y acércate a la candela. Debes venir aterido.
El pastorcillo obedeció a su padre, acercándose después al fuego donde su madre y sus hermanos permanecían acurrucados, aprovechando al máximo el calor de los leños ardiendo.
— Trae un trozo de cepa y échalo al fuego, mientras tu madre prepara la cena — ordenó su padre.
— Bendice Señor estos alimentos que vamos a consumir gracias a tu generosidad. Amén.
— Amén — contestó la familia.
Un buen cuenco de madera lleno de leche de vaca recién ordeñada y un trozo de una hogaza de pan fue su cena.
— Es mala suerte lo de las cabras. Si siguen así, no nos servirán de nada. Habrá que sacrificarlas una a una para alimentarnos de su carne.
El pequeño estuvo a punto de llorar. El rebaño era su familia. Cada cabra respondía a un nombre y él las conocía a todas. Mientras su padre seguía especulando con el destino de los animales, él musitaba una plegaria. Terminada la oración, la cueva se inundó de luz como si volviera el día.
— ¡Salgamos a observar este extraño fenómeno! — ordenó el padre.
Una gran estrella viajaba lentamente por el firmamento proyectando su luz en la montaña.
— ¡Sigue moviéndose en dirección a Belén! — exclamó la madre.
— ¡Se ha parado detrás de aquella loma! — dijeron los tres hermanos.
Era media noche. Una extraña sensación recorrió el cuerpo del pastorcillo. Sintió la llamada de Dios.
— Iré a ver dónde se ha parado. Conozco bien esa zona y con tanta luz es imposible extraviarse.
Cogiendo su zurrón esperó la autorización paterna.
— Regresa pronto, te esperaremos junto al fuego.
— Toma estos dos dátiles por si te entra hambre.
Guardando los dátiles en el fondo de su zurrón, el pequeño bajó la ladera de su montaña e inició la ascensión del cerro colindante. Desde lo alto de la colina contempló el destino de la estrella. Permanecía inmóvil proyectando su luz a unas pequeñas cuevas, donde algunas veces, por culpa de las lluvias, se había cobijado con sus cabras.
Al llegar al lugar contempló a un matrimonio con un niño recién nacido envuelto en una pequeña manta de lana sobre la paja. Cosa extraña: el frío de la noche había desaparecido, como si la luz estelar fuera luz solar.
Acercándose al niño, sintió un placer indescriptible, olvidando por un momento su fugaz cena. — ¿Cómo se llama? — Emmanuel (Dios con nosotros).
— Yo me llamo Juan y vivo con mis padres en una cueva cercana.
Sintiéndose a gusto, conversó un buen rato con el matrimonio.
— Entonces… vuestras cabras han dejado de dar leche.
— Así es, Señora.
María, mirando al recién nacido exclamó:
— Dice mi hijo que llenes el zurrón de paja para tus cabras.
— ¿Cuándo lo ha dicho? ¡Yo no escuché nada! No obstante, obedeceré.
— Acaba de nacer y habla con su mirada — dijo María al pastor.
Sacando los dos dátiles que le dio su madre, se los ofreció a los nuevos padres. — Sólo puedo ofreceros lo que tengo.
Juan llenó su zurrón con paja y, despidiéndose de la familia, inició la vuelta. Estaba amaneciendo. Había estado toda la noche fuera. Su padre le reñiría, además con razón. Entrando sigilosamente en la cueva, encontró a su familia sumida en un profundo sueño. Cosa extraña, ya que siempre se levantaban al despuntar el alba.
— Beee, beee…
Las cabras notaron su presencia. Con sumo cuidado, fue dándoles en la palma de su mano la paja que trajo del pesebre. Instantes después, sus ubres se llenaron de leche.
— ¡Milagro! ¡Milagro! — gritó con todas sus fuerzas, despertando a su familia.
— ¿Dónde está el milagro? — preguntaron.
— ¡Observad las cabras! Habrá que empezar a ordeñar. Deben estar doloridas por la hinchazón de sus ubres, nunca las vi tan infladas.
También observó que las cinco viejas cabras del rebaño habían rejuvenecido, su pelaje brillaba cómo si fueran jóvenes; pero no dijo nada.
Varias horas estuvieron sacando leche sin parar. Mientras ordeñaban, Juan comentó lo ocurrido la noche anterior. Recalcando en su narración la figura de Emmanuel.
— Hoy mismo elaboraremos diez quesos que cambiaremos por cinco mantas de lana, que tanta falta nos hacen para pasar el invierno.
— ¿Y mañana, qué? — preguntó Juan.
— Mañana se cambiarán por dátiles — respondió la madre.
Las siguientes peticiones fueron: trigo, túnicas nuevas y calzado adecuado para el invierno.
— Más adelante, compraremos un burro que tanta falta nos hace para transportar leña.
— Guardaré la paja que queda en el zurrón, no sea que vuelva a ocurrir.
Éste fue el primer milagro de Jesús. No fue transcrito, porque los únicos testigos no sabían escribir.
Deja una respuesta